domingo, 21 de noviembre de 2010




[...] Su cara,
sobre todas las cosas.

Oigo su voz y pienso en su
no voz, en sus
no ojos, en sus
no manos, en su

no cara,
sobre todas las cosas.

4

Queda
muda,

en el vientre
del ojo,

la inacabada
imagen

de ti.

"En el vientre del ojo", El hueco de las cosas, Misael Ruiz Albarracín (Editorial TREA).


Dicen que fue un aire. El cielo se abrió hinchado de agua. El mar se volvió negro. Duro. Como de hierro. Con su lengua oprimida lamió la costa, absorbió miradores, hombres, mujeres, barcas, cementos desde donde lo encierran. Luego descansó. Y dejó como huella un aire extraño. De corazonada o premonición. Dicen los zahorinos que estos aires son difíciles, que traen dolores y muertos.

Siempre lo llamaron el poeta: como Neruda era hijo de ferroviario y como él, quizá por ese origen, amaba los viajes y los versos. Amó demasiado decían. No supo estar comentaban. No tenía dueña rezaban. Y un murmullo ancho se fue haciendo con las bocas.

La muerte no lo encontró en una cama con la vida hecha y el orgullo de haber llevado a su aldea un poco de mar. Se la tropezó en una madrugada, dentro de un rifle de caza y recogida en la sección de Sucesos.

Ella no estaba bien. Había dejado de ser de este mundo: las voces, los aires, las sombras. Puñados de malas ideas anidaban entre las sienes. Su salud se resentía. Le habló de amor, de lealtad, de una mora de sangre que pudo haber sido su hijo, de sus sesiones con la terapeuta, de su falso discurso, de su cobardía. Él sólo oía ceremonias de lo que ya pasó, liturgia de una amante vieja, salmos enfermos.

El miércoles un coche atropelló a una chica en mitad del puerto. Los aires.

De madrugada murió el poeta. Lo mataron.

El jueves un zorro apareció colgado en la puerta de un vecino. El jueves se hablaba de bandas de atracadores. De fuera. Nadie de allí. El aire volaba rencores como cometas. Y el murmullo se hizo grande. Un poco más.

El viernes resultó ser una zorra.

El viernes el mar se volvió otra vez oscuro, manso, dejó que la arena lo atravesara.

"Lo peor está por llegar. Lo peor está por llegar. Lo peor está por llegar" así dicen que machacaba el eco. El murmullo más y más.

Ella dijo que no olvidaba un mal güisqui, un mal polvo, un mal hombre. Lo oyó una vez en una de esas películas que tuvo que ver sola cuando la rabia le mordía la calor y buscaba, en vano, restos de su polen entre las piernas.

Lo mataron aquellos aires. Y así fue.


viernes, 4 de junio de 2010

Cáscara amarga

Para Mer


Hay días de esos, alguien del nocturno lo había dejado escrito en la pizarra.

Lo primero que le gustó de ella fue su nombre Ofelia Buj, llamándose así arrastraría una historia. Se la imaginó hija de ilustrados, quizá alemanes, él joyero, ella escritora de libros de recetas vegetarianas. De esa gente que un día se lía la manta a la cabeza y se instala en un pueblo prepirenaico a hacerse su casa con las manos y a vivir en contacto con la naturaleza, alimentada de huerto, savia, luna y poemas, huyendo de la techumbre burguesa, concentrada en ser sólo ella misma. Ofelia tocaría la viola mientras su madre, probablemente, contase guisantes y su padre fabricase filigranas de plata inspirándose en la nube. Ofelia narrando en la escuela quién la creó, cómo se quedó bajo el agua, cuántas veces fue pintada, a qué escritores románticos y atormentados sirvió de modelo y musa; pronunciando sobre los mismos grafemas sonidos áridos y lejanos, fuertes consonante extrañas, traídas de allí. Ofelia creciendo descalza. Cogiendo el autobús para ir al instituto, regresando a Berlín de universitaria.
Ofelia tiene el pelo pajizo, bebe mate, arrugando la nariz, si me apuran hasta las pecas, que se sirve de un termo que parece una pequeña bombona de gas, naranja, come galletas de avena, mientras todos discuten sobre lo que el periódico recoge como presente; ella, lejana, se alimenta, mirando hacia la calle cómo los viejos se orean en la Plaza de la República; no es hora de pelearse por el mundo; sabe bien cómo se cose la impostura.
Hace unos cuantos lunes tenía en la casilla de tutoría un libro de Ofelia, en la primera página una pequeña hoja cuadriculada conseguía recoger una dedicatoria en tinta verde, todo minúsculas, para ti, con esos grandes ojos. Mi casillero olía a limón, como ella.

No vi a Ofelia Buj para darle las gracias. Sería incómodo: hasta ese día sólo nos habíamos mirado, sin que ninguna de las dos pareciera darse cuenta, fingiéndonos indiferentes: ella en los sofás bajo las cristaleras de la sala, yo sentada a la mesa de roble. Tratado de culinaria para mujeres tristes. Ese es el título.
En los recreos, Ofelia acaricia las galletas, las esquina y las muerde con los incisivos: si un incendio la pillase con su desayuno a medias, nadie negaría que la pasta abandonada por las prisas y la urgente supervivencia fue mordisqueada por un ratón.
Antes la venía a buscar un hombre en bicicleta algo más joven que ella, se parecía a Rafael Reig: despeinado, donde había el pelo se le rebelaba abundante, con mofletes y un hoyuelo; la ropa sin planchar, de espalda estrecha, culo firme, empujando los pies, patizambo, al avanzar hacia ella. Cuando sonaba la campana, desde el cuarto piso donde doy la última clase tres días de cinco, los veía marchar: él la besaba, nunca con los labios, luego recogía sus libros, sus carpetas y colgaba el maletín de Ofelia del manillar. Se iban calle abajo, sin tocarse, hablándose sin despegar la mirada: dos adolescentes disfrazados de tiempo; parecían caminar sobre sus pasos, hacia atrás.
Hace días que no lo veo.
Ofelia está de baja. Miro su taquilla, el lugar que ocupaba en la sala; busco la fragancia a limón. No nos hizo falta mucho tiempo; ambas teníamos hambre. Siempre insatisfechas. Ella lo supo, doblándome la edad reconoció en mí los síntomas. Tal vez yo también resbalo sobre el presente o miro demasiado a través de la ventana. O si llevase galletas al recreo, las mordisquearía con los incisivos.
Ofelia daba clases de griego, de teatro, de latín; llevaba vestidos audaces y enormes jerséis de punto, como nidos; probablemente los domingos iría de monte y sólo una vez estaría en su idealizada Grecia. Parecía al igual que Penélope guardar secretos.
Me gustaría saber de Ofelia, quién era ese hombre que llevaba una hoja en blanco y un bolígrafo en el bolsillo de su camisa, que achicaba los ojos tras unas gafas al aire, quizá las causantes de su aspecto más joven; que la esperaba en su bicicleta. Que parecía vivir en otro lado deseando, en vano, estar del lado de ella. Hay orillas. No todo está clasificado, etiquetado, categorizado en oposiciones binarias. Existen los interfaces. Esos sistemas que conectan otros dos y que sin esa mitad devendrían en inútiles.
El fútbol, las largas jornadas laborales, las comidas entre familiares los sábados y los domingos, la hacienda, el amante; ese puente que atravesamos donde cogemos aire para sostener el origen y el destino; la luz que alimenta las vidas cada año más grises. Un poco más.
Llamémoslo en el caso del hombre que se parecía a Rafael Reig los tiempos con Ofelia.

Ella sigue sin venir a clase.
No me atrevo a preguntar qué tiene, si volverá: nadie la nombra; yo, la extraño.
Ofelia Buj me dejó un libro. O huellas para imaginármela.